Es mucho lo que se ha avanzado en temática paidocentrista en nuestras sociedades. Hemos logrado sensibilizarnos ante el adultismo o adultocentrismo, y ponernos en contra de que un padre pueda dar pena de muerte a su hijo/a como castigo, en contra de que una madre pueda mandar a su criatura a trabajar a una fábrica o de que el profesorado tenga permiso para destrozar las llemas de los dedos de su alumnado con una regla. También vemos mal que en el mundo siga habiendo explotación, venta y maltrato infantil (en teoría); además de que somos muchas las personas que promovemos una pedagogía libertaria, paidocentrista, reflexiva, crítica, laica, no sexista, inclusiva, intercultural, llena de amor y libre de conductismo, libre de castigos físicos y libre de irresponsabildad paterna, materna y social.
De hecho, aunque no sirve de mucho pero al menos ayuda a sensibilizar y a cambiar la mentalidad contra el abuso de los derechos de niños y niñas, tenemos un día, el 20 de noviembre, en el cual se
celebra en todo el mundo el Día Universal de la Infancia, además de disponer de una Convención sobre los Derechos del Niño.
Pero a pesar de todo esto, todavía hoy día sigue aceptándose en nuestras sociedades, desde un plano más inconsciente, la violencia contra los niños y las niñas.
Para reflejar esto, nada mejor que daros paso con un texto sobre "Una bofetada a tiempo", del pediatra Carlos González:
"Jaime se considera un buen esposo y un padre tolerante, pero hay cosas
que le hacen perder los estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca
obedece y encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque
se lo recuerdes veinte veces. Es caprichosa con la comida; las cosas que
no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas la tele, la vuelve a
encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero del monedero, ni siquiera
se molesta en pedirlo por favor. Interrumpe constantemente las
conversaciones. Cuando se enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone
a llorar y se va corriendo a su habitación dando un portazo. A veces se
encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento
consigue tranquilizarla. De hecho, una vez hubo que abrir la puerta del
baño a patadas. Pero lo que realmente saca a Jaime de quicio es que le
falte al respeto. Anoche, por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del
escritorio para dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del
escritorio sin pedir permiso», le dijo Jaime. «¿Pero qué te has creído?
¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió Sonia. Jaime le pegó
un bofetón, gritando: «¡No me hables así. Pide perdón ahora mismo!»;
pero Sonia, lejos de reconocer su falta, le plantó cara con todo
desparpajo: «¡Pide perdón tú!» Jaime le volvió a dar un bofetón, y
entonces ella le gritó: «¡Capullo!» y salió corriendo. Jaime tuvo que
hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos
casos es mejor calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto,
Sonia estará castigada en casa todo el fin de semana.
Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es éste uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera, como tan bien decía el Dr. Spock? ¿Qué pueden hacer en un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas? ¿Van a denunciar a este padre ante los tribunales por pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan en el ámbito familiar sin intervenciones externas? Tal vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado a ser tan desobediente y respondona si le hubieran dado una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica de niños malcriados por padres permisivos que no saben establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina: lo que hoy está permitido, mañana provoca una respuesta desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso y es desgraciado.
¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad diecisiete años y que Jaime es su padre? ¿Cambia eso algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece tal vez que es demasiado grande para pegarle, para apagarle la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es lógica y comprensible?
Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro estén enfadados, a mantener la calma y no llorar ni dar escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el adolescente que para el niño pequeño? No son ésos los criterios que sigue la Justicia con los menores de edad. Antes bien, cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran los jueces y menor es el castigo (si es que existe algún castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista», que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre «justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno? Quizá, en vez de asistentes sociales, educadores, tribunales de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes juveniles.
Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante. ¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelva a leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia fuera la hija.) ¿Le parece normal que un marido le apague la tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene hacerse la cama, que la obligue a comérselo todo, que le prohiba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo («quien bien te quiere, te hará llorar»)? ¿Acaso no juró ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente privado?
¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente porque Jaime le gritaba y le pegaba. Inconscientemente, usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija. » No se nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.
La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es un niño; cuanto más pequeño, mejor" (1).
Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es éste uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera, como tan bien decía el Dr. Spock? ¿Qué pueden hacer en un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas? ¿Van a denunciar a este padre ante los tribunales por pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan en el ámbito familiar sin intervenciones externas? Tal vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado a ser tan desobediente y respondona si le hubieran dado una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica de niños malcriados por padres permisivos que no saben establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina: lo que hoy está permitido, mañana provoca una respuesta desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso y es desgraciado.
¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad diecisiete años y que Jaime es su padre? ¿Cambia eso algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece tal vez que es demasiado grande para pegarle, para apagarle la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es lógica y comprensible?
Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro estén enfadados, a mantener la calma y no llorar ni dar escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el adolescente que para el niño pequeño? No son ésos los criterios que sigue la Justicia con los menores de edad. Antes bien, cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran los jueces y menor es el castigo (si es que existe algún castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista», que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre «justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno? Quizá, en vez de asistentes sociales, educadores, tribunales de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes juveniles.
Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante. ¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelva a leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia fuera la hija.) ¿Le parece normal que un marido le apague la tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene hacerse la cama, que la obligue a comérselo todo, que le prohiba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo («quien bien te quiere, te hará llorar»)? ¿Acaso no juró ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente privado?
¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente porque Jaime le gritaba y le pegaba. Inconscientemente, usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija. » No se nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.
La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es un niño; cuanto más pequeño, mejor" (1).
De hecho, si mañana en el supermercado más próximo de vuestra casa una persona adulta comienza a pegar a otra también adulta, no tardarán en separarles o al menos en llamar a la policía y que el asunto acabe en un Juzgado.
Sin emgargo, frente a casos de bullying (acoso escolar), siempre puede saltar el típico o la típica docente con la estúpida expresión de "pero si sólo son cosas de niños", e incluso si una madre o un padre abofetea varias veces en la calle a su criatura porque ha abierto la bolsa de patatas fritas sin permiso y ha empezado a comérselas, nadie dirá nada, además de que probablemente alguien que pase por allí pensará que "esas bofetadas le vendrán muy pero que muy bien".
Así que no, no me vengan con el cuento de que la violencia contra infantes está siempre mal vista y penalizada, porque aún queda mucho por hacer al respecto. La violencia física, a menos que se emplee en situaciones de riesgo como la de tener que salvar la propia vida, debería estar mal vista siempre, la lleve a cabo quien la lleve a cabo, y la padezca quien la padezca.
Sin emgargo, frente a casos de bullying (acoso escolar), siempre puede saltar el típico o la típica docente con la estúpida expresión de "pero si sólo son cosas de niños", e incluso si una madre o un padre abofetea varias veces en la calle a su criatura porque ha abierto la bolsa de patatas fritas sin permiso y ha empezado a comérselas, nadie dirá nada, además de que probablemente alguien que pase por allí pensará que "esas bofetadas le vendrán muy pero que muy bien".
Así que no, no me vengan con el cuento de que la violencia contra infantes está siempre mal vista y penalizada, porque aún queda mucho por hacer al respecto. La violencia física, a menos que se emplee en situaciones de riesgo como la de tener que salvar la propia vida, debería estar mal vista siempre, la lleve a cabo quien la lleve a cabo, y la padezca quien la padezca.
Fuente:
(1)- González, C. (2006). Bésame mucho: Cómo criar a tus hijos con amor. Barcelona: Temas de hoy.
2 comentarios:
Hace poco una señora, víctima de violencia a manos de su marido, me alegaba que no es violencia eso de darle un manotazo a una cría, porque su intención no es lastimar, sino educar, corregir.
Reflexionando, llegamos a la conclusión de que más o menos ese es el mismo argumento que utiliza su esposo para maltratarla. "Corregirla".
Está de más decir que en las madres y padres recae la responsabilidad de educar a su descendencia, y que un esposo no tiene nada que andar haciendo educando a su esposa, pero ese no es el punto.
El problema que yo he visto, es que hay poca información para la gente sobre cómo hacerlo sin recurrir a la violencia. Mucha gente me ha visto perpleja preguntándome de que si no es de esa forma, no conocen otra. Como si detrás de la petición de no maltratar, viniera un vacío enorme de información.
Blogs como este hacen la diferencia :D
Sí, yo también me he topado con alguno y alguna que piensa eso mismo. Y es desesperante hablar con esta gente. Sobre todo cuando saltan con eso de: "A mí mi padre y mi madre me pegaban y nunca me he quejado. Es más, sé que me ha venido muy bien, así que se lo agradezco. Si no fuese por esos tortazos, no quiero pensar qué clase de persona sería hoy".
Yo siempre intento hacerles ver que los castigos físicos no educan, que sólo sirven para hacer desaparecer una conducta bajo la presión, pero que como no han aprendido qué está bien y qué está mal, en el momento en el que desaparezca su padre, su madre o quien le vigile, volverá a cometer la mala acción.
Por ejemplo, si un niño o una niña llora porque le da miedo la oscuridad, y la gente adulta lo que hace es no responder a su llanto, no por eso dejará de tener miedo. Simplemente aprenderá que llorar no sirve de nada en esta vida porque nadie te va a ayudar, pero el miedo seguirá estando ahí.
Me da un poco de chirria el conductismo...
Bueno, Ser Filosofista, gracias por tu comentario: me ha iluminado la cabeza para una entrada ^^
Saludos.
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